jueves, 9 de septiembre de 2010

La sirenita


Cuando alguien me contrata, siempre sé lo que va a suceder. Sólo acepto casos de parejas infieles. Es más sencillo así. Una persona desesperada está dispuesta a pagar cualquier precio, y no hay nada que desespere más a un ser humano que el amor. El amor es una putada, hace que la gente haga locuras, pierda el control, e incluso que se consuma. Por amor se mata y se muere, por amor se deja todo, por amor se consiente todo, se tolera todo, se comprende todo. El amor nos hace ciegos, sordos, insensibles a cualquier otra cosa que nos separe de nuestro ser amado. Y ésa es la clave del éxito de mi trabajo. Cuando alguien sospecha que le están engañando, es porque efectivamente le están engañando. Cierto es que existen raros casos de personas que ven cosas donde no las hay, que les dan demasiadas vueltas a las cosas, que crean historias en su mente. Digo que es cierto porque lo he oído muchas veces. Yo jamás lo he visto. Cuando una persona acude a mí y me pide que vigile a su pareja, lo hace como última opción, pensando que es una de esas personas paranoicas e inseguras que se inventa las pruebas que recopila. Si en una camisa aparece una marca de pintalabios, es porque alguien la ha dejado ahí, no hay alternativas posibles. Si un hombre huele a perfume de mujer, no es porque se haya pasado por la sección de perfumería de El Corte Inglés para elegir un nuevo perfume para su novia, es porque se ha restregado con alguien que le ha dejado ese olor impregnado. Si una mujer… bueno, en realidad con las mujeres es diferente. Las mujeres son mucho más sutiles, más cuidadosas borrando las pistas del engaño. Sólo se puede percibir en su actitud, en sus miradas, y para eso hay que tener los ojos bien abiertos.

Cuando Laura acudió a mi despacho con fotos de su prometido, vi que el caso estaba resuelto antes de comenzar. Sólo había que verle la cara para darse cuenta de que encajaba a la perfección en el estereotipo merecido de hombre que engaña. Con sus trajes bien planchados, su afeitado preciso, su corte de pelo siempre impecable. Un hombre no se arregla así para una mujer a la que ya tiene. Seguí a Sergio, el marido de Laura, durante un par de semanas, sin encontrar nada raro. Pero Laura estaba convencida de que él la engañaba, y quería las pruebas. Yo sabía en todo momento dónde y con quién estaba él, le seguía a todas partes, Laura no reparó en gastos. Nunca entenderé por qué se tomó tantas molestias si estaba tan convencida. Después de ver a tantas mujeres en su caso, supongo que es porque, en el fondo, quieren descubrir que estaban equivocadas, guardan esa esperanza en lo más profundo de sus entrañas, por mucho que sepan que van a ser decepcionadas. Pero eso es el amor, creer hasta el final en lo imposible, hasta el momento en que te das cuenta de que si es imposible, es porque no puede ser. Laura tenía esa mirada, la de una mujer que es capaz de dar su vida por el hombre al que ama, la que ha estado durante mucho tiempo segura de que su amor era correspondido de la misma manera pero ahora empieza a tener dudas. Mi trabajo es complicado, no es fácil decirle a alguien que efectivamente le están engañando. He visto, en treinta años que llevo dedicados a esta profesión, muchas reacciones distintas. Desde el principio pensé que Laura lo llevaría con dignidad, y no me decepcionó.

Continué con la vigilancia intensiva a la que tenía sometido a Sergio durante dos meses más. Nunca hizo nada sospechoso, empecé a pensar que me había topado con uno de esos casos extraños. Pero el aspecto de Sergio decía que era un hombre infiel a gritos. Le cogí cariño a Laura con el paso del tiempo. Venía a visitarme al menos dos veces por semana, siempre con una mirada perdida cuando le contaba que no había hecho ningún progreso. Yo no entendía su reacción. Si les hubiese dicho a cualquiera de mis otros clientes que su pareja era fiel al cien por cien, habrían dado más muestras de… de algo, de cualquier cosa. Laura se callaba, se sumergía en su mundo, daba la sensación de que le decepcionaba saber que estaba equivocada. Siempre me recordaba a la escultura de La Sirenita de Copenhague: su mirada se perdía en el vacío y sus labios se tensaban, sus ojos parecían a punto de romper a llorar. Pero nunca lo hizo, jamás lloró en mi presencia. Por mucho que ella intentase esconder su fragilidad, yo podía olerla, dulce como el aroma que se desprendía de sus muñecas cada vez que movía las manos. Despertaba en mí ese instinto protector que hacía que me volviese loco. Me enamoré de ella. ¿Cómo no hacerlo? Suena típico, pero así fue.

Tras casi un año de frecuentes visitas a mi despacho, un día vino y me dijo que ya era suficiente, que no quería seguir investigando al que, en poco más de un mes, sería su marido. Dijo que si en todo ese tiempo yo no había encontrado nada, era porque no había nada que encontrar. Me dio las gracias, un frío apretón de manos y se marchó, dejando tras de sí ese aroma suyo tan particular mezclado con un pútrido hedor a mentira.

A día de hoy, sé que ella sigue sin estar segura de Sergio, pese a llevar casada con él más de cuatro años. Yo tampoco estoy seguro de él, por eso sigo vigilándole siempre que puedo. Me siento en esta cafetería y le observo cuando sale del trabajo y espera a que ella le recoja en su monovolumen plateado. Él sube al coche, la besa en los labios y saluda a su preciosa hija de dos meses. Pero incluso desde los diez metros que separan mi silla de su asiento del coche, soy capaz de percibir esa misma tensión en los labios de Laura cuando él la besa.

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Nota de la editora: Lo que hay escrito no es mio, sólo la foto.
Gracias por darle una historia a la foto... y por el resto, también muchas gracias :)

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